[Lcefiec] Jornadas de Filosofía de las Ciencias

SINERGIA sinergia@sinergiaexactas.com.ar
Mon, 5 Nov 2007 19:26:59 -0300 (ART)


Nos encontramos los Viernes de Noviembre 18 hs.-Aula 6 Pab. II

Existen mundos olvidados, olvidados por el científicos, el
estudiante, el profesor. Mundos aparte. Preguntas que se olvidan,
preguntas que se evitan. En un sistema en el que lo que importa es tener
una beca o un puesto de investigación, la pregunta sobre el por  qué se
hace ciencia, por qué uno pasa tanto tiempo en su laboratorio u oficina,
no siempre está presente. Es un mundo que se suele dejar de lado.  Y en el
camino también quedaron olvidads muchas otras
cuestiones, como lo es la sociedad y las consecuencias sobre ella de  lo
que hacemos.

Creemos que es necesario que en la FCEN exista un espacio donde se
planteen estas cuestiones. Donde no exista el miedo a transitar por estos
mundos. Éste es el objetivo de las Jornadas de Filosofía de las  Ciencias.

Serán charlas abiertas a todo aquél que acepte el desafío propuesto. Y
habrá material bibliográfico disponible correspondiente a cada
charla.

Charla de apertura:

Olimpia Lombardi (Inv. Indep. CONICET-Prof. Adj. Lógica FCE-UBA)
"Reflexionando sobre las relaciones interteóricas: nuevos argumentos
antirreduccionistas "
Viernes 9 de Noviembre 18 hs.-Aula 6 Pab. II

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SINERGIA
AGRUPACIÓN.INDEPENDIENTES.EXACTAS
www.sinergiaexactas.com.ar            sinergia@sinergiaexactas.com.ar

Agustín Sanguinetti (bio), Augusto Bruno (fís), Diego Quesada (bio),
Emiliano Cabrera (fís), Esteban Ithuralde (quím), Florencia Campetella
(bio), Gabriela Ramírez (bio), Gastón Galanternik (alim), Guillermo
Bernabó (bio), Helena Ruiz Quinteros (bio), Ionatan Perez (fís), Laura
Cacheiro (mat), Laura López (fís), Luciana Lucchina (bio), María Eugenia
Siele (bio), Nicolás Kamienkowski (bio), Noelia Lonné (bio), y los que
quieran sumarse.




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Vendrán lluvias suaves-Ray Bradbury

La voz del reloj cantó en la sala: tictac, las siete, hora de levantarse,
hora de levantarse, las siete, como si temiera que nadie se levantase. La
casa estaba desierta. El reloj continuó sonando, repitiendo y repitiendo
llamadas en el vacío. Las siete y nueve, hora del desayuno, ¡las siete y
nueve!

En la cocina el horno del desayuno emitió un siseante suspiro, y de su
tibio interior brotaron ocho tostadas perfectamente doradas, ocho huevos
fritos, dieciséis lonjas de jamón, dos tazas de café y dos vasos de leche
fresca.

-Hoy es cuatro de agosto de dos mil veintiséis -dijo una voz desde el
techo de la cocina- en la ciudad de Allendale, California. -Repitió tres
veces la fecha, como para que nadie la olvidara- Hoy es el cumpleaños del
señor Featherstone. Hoy es el aniversario de la boda de Tilita. Hoy puede
pagarse la póliza del seguro y también las cuentas de agua, gas y
electricidad.

En algún sitio de las paredes, sonó el clic de los relevadores, y las
cintas magnetofónicas se deslizaron bajo ojos eléctricos.

Las ocho y uno, tictac, las ocho y uno, a la escuela, al trabajo, rápido,
rápido, ¡las ocho y uno! Pero las puertas no golpearon, las alfombras no
recibieron las suaves pisadas de los tacones de goma. Llovía afuera. En la
puerta de la calle, la caja del tiempo cantó en voz baja: Lluvia, lluvia,
aléjate... zapatones, impermeables, hoy.. Y la lluvia resonó golpeteando
la casa vacía.

Afuera, el garaje tocó unas campanillas, levantó la puerta, y descubrió un
coche con el motor en marcha. Después de una larga espera, la puerta
descendió otra vez.

A las ocho y media los huevos estaban resecos y las tostadas duras como
piedras. Un brazo de aluminio los echó en el vertedero, donde un
torbellino de agua caliente los arrastró a una garganta de metal que
después de digerirlos los llevó al océano distante. Los platos sucios
cayeron en una máquina de lavar y emergieron secos y relucientes.

Las nueve y cuarto, cantó el reloj, la hora de la limpieza.

De las guaridas de los muros, salieron disparados los ratones mecánicos.
Las habitaciones se poblaron de animalitos de limpieza, todos goma y
metal. Tropezaron con las sillas moviendo en círculos los abigotados
patines, frotando las alfombras y aspirando delicadamente el polvo oculto.
Luego, como invasores misteriosos, volvieron de sopetón a las cuevas. Los
rosados ojos eléctricos se apagaron. La casa estaba limpia.

Las diez. El sol asomó por detrás de la lluvia. La casa se alzaba en una
ciudad de escombros y cenizas. Era la única que quedaba en pie. De noche,
la ciudad en ruinas emitía un resplandor radiactivo que podía verse desde
kilómetros a la redonda.

Las diez y cuarto. Los surtidores del jardín giraron en fuentes doradas
llenando el aire de la mañana con rocíos de luz. El agua golpeó las
ventanas de vidrio y descendió por las paredes carbonizadas del oeste,
donde un fuego había quitado la pintura blanca. La fachada del oeste era
negra, salvo en cinco sitios. Aquí la silueta pintada de blanco de un
hombre que regaba el césped. Allí, como en una fotografía, una mujer
agachada recogía unas flores. Un poco más lejos -las imágenes grabadas en
la madera en un instante titánico-, un niño con las manos levantadas; más
arriba, la imagen de una pelota en el aire, y frente al niño, una niña,
con las manos en alto, preparada para atrapar una pelota que nunca acabó
de caer. Quedaban esas cinco manchas de pintura: el hombre, la mujer, los
niños, la pelota. El resto era una fina capa de carbón. La lluvia suave de
los surtidores cubrió el jardín con una luz en cascadas.

Hasta este día, qué bien había guardado la casa su propia paz. Con qué
cuidado había preguntado. «¿Quién está ahí? ¿Cuál es el santo y seña?", y
como los zorros solitarios y los gatos plañideros no le respondieron,
había cerrado herméticamente persianas y puertas, con unas precauciones de
solterona que bordeaban la paranoia mecánica.

Cualquier sonido la estremecía. Si un gorrión rozaba los vidrios, la
persiana chasqueaba y el pájaro huía, sobresaltado. No, ni siquiera un
pájaro podía tocar la casa.

La casa era un altar con diez mil acólitos, grandes, pequeños,
serviciales, atentos, en coros. Pero los dioses habían desaparecido y los
ritos continuaban insensatos e inútiles.

El mediodía.

Un perro aulló, temblando, en el porche.

La puerta de calle reconoció la voz del perro y se abrió. El perro, en
otro tiempo grande y gordo, ahora huesudo y cubierto de llagas, entró y se
movió por la casa dejando huellas de lodo. Detrás de él zumbaron unos
ratones irritados, irritados por tener que limpiar el lodo, irritados por
la molestia.

Pues ni el fragmento de una hoja se escurría por debajo de la puerta sin
que los paneles de los muros se abrieran y los ratones de cobre salieran
como rayos. El polvo, el pelo o el papel ofensivos, hechos trizas por unas
diminutas mandíbulas de acero, desaparecían en las guaridas. De allí unos
tubos los llevaban al sótano, y eran arrojados a la boca siseante de un
incinerador que aguardaba en un rincón oscuro como un Baal maligno.

El perro corrió escaleras arriba y aulló histéricamente, ante todas las
puertas, hasta que al fin comprendió, como ya comprendía la casa, que allí
no había más que silencio.

Olfateó el aire y arañó la puerta de la cocina. Detrás de la puerta el
horno preparaba unos pancakes que llenaban la casa con un aroma de jarabe
de arce.

El perro, tendido ante la puerta, olfateaba con los ojos encendidos y el
hocico espumoso. De pronto, echó a correr locamente en círculos,
mordiéndose la cola, y cayó muerto. Durante una hora estuvo tendido en la
sala.

Las dos, cantó una voz.

Los regimientos de ratones advirtieron al fin el olor casi imperceptible
de la descomposición, y salieron murmurando suavemente como hojas grises
arrastradas por un viento eléctrico.

Las dos y cuarto.

El perro había desaparecido.

En el sótano, el incinerador se iluminó de pronto y un remolino de chispas
subió por la chimenea.

Las dos y treinta y cinco.

Unas mesas de bridge surgieron de las paredes del patio. Los naipes
revolotearon sobre el tapete en una lluvia de figuras. En un banco de
roble aparecieron martinis y sándwiches de tomate, lechuga y huevo. Sonó
una música.

Pero en las mesas silenciosas nadie tocaba las cartas.

A las cuatro, las mesas se plegaron como grandes mariposas y volvieron a
los muros.

Las cuatro y media.

Las paredes del cuarto de los niños resplandecieron de pronto.

Aparecieron animales: jirafas amarillas, leones azules, antílopes rosados,
panteras lilas que retozaban en una sustancia de cristal. Las paredes eran
de vidrio y mostraban colores y escenas de fantasía. Unas películas
ocultas pasaban por unos piñones bien aceitados y animaban las paredes. El
piso del cuarto imitaba un ondulante campo de cereales. Por él corrían
escarabajos de aluminio y grillos de hierro, y en el aire caluroso y
tranquilo unas mariposas de gasa rosada revoloteaban sobre un punzante
aroma de huellas animales. Había un zumbido como de abejas amarillas
dentro de fuelles oscuros, y el perezoso ronroneo de un león. Y había un
galope de okapis y el murmullo de una fresca lluvia selvática que caía
como otros casos, sobre el pasto almidonado por el viento. De pronto las
paredes se disolvieron en llanuras de hierbas abrasadas, kilómetro tras
kilómetro, y en un cielo interminable y cálido. Los animales se retiraron
a las malezas y los manantiales.

Era la hora de los niños.

Las cinco. La bañera se llenó de agua clara y caliente.

Las seis, las siete, las ocho. Los platos aparecieron y desaparecieron,
como manipulados por un mago, y en la biblioteca se oyó un clic. En la
mesita de metal, frente al hogar donde ardía animadamente el fuego, brotó
un cigarro humeante, con media pulgada de ceniza blanda y gris.

Las nueve. En las camas se encendieron los ocultos circuitos eléctricos,
pues las noches eran frescas aquí.

Las nueve y cinco. Una voz habló desde el techo de la biblioteca.

-Señora McClellan, ¿qué poema le gustaría escuchar esta noche?

La casa estaba en silencio.

-Ya que no indica lo que prefiere -dijo la voz al fin---, elegiré un poema
cualquiera.

Una suave música se alzó como fondo de la voz.

-Sara Teasdale. Su autor favorito, me parece...

Vendrán lluvias suaves y olores de la tierra,

y golondrinas que girarán con brillante sonido;

y ranas que cantarán de noche en los estanques

y ciruelos de tembloroso blanco,

y petirrojos que vestirán plumas de fuego

y silbarán en los alambres de las cercas;

y nadie sabrá nada de la guerra,

a nadie le interesará que haya terminado.

A nadie le importará, ni a los pájaros ni a los árboles,

si la humanidad se destruye totalmente;

y la misma primavera, al despertarse al alba

apenas sabrá que hemos desaparecido.

El fuego ardió en el hogar de piedra y el cigarro cayó en el cenicero: un
inmóvil montículo de ceniza. Las sillas vacías se enfrentaban entre las
paredes silenciosas, y sonaba la música.

A las diez la casa empezó a morir.

Soplaba el viento. La rama desprendida de un árbol entró por la ventana de
la cocina. La botella de solvente se hizo trizas y se derramó sobre el
horno. En un instante las llamas envolvieron el cuarto.

-¡Fuego! -gritó una voz.

Las luces se encendieron, las bombas vomitaron agua desde los techos. Pero
el solvente se extendió sobre el linóleo por debajo de la puerta de la
cocina, lamiendo, devorando, mientras las voces repetían a coro:

-¡Fuego, fuego, fuego!

La casa trató de salvarse. Las puertas se cerraron herméticamente, pero el
calor había roto las ventanas y el viento entró y avivó el fuego.

La casa cedió terreno cuando el fuego avanzó con una facilidad llameante
de cuarto en cuarto en diez millones de chispas furiosas y subió por la
escalera. Las escurridizas ratas de agua chillaban desde las paredes,
disparaban agua y corrían a buscar más. Y los surtidores de las paredes
lanzaban chorros de lluvia mecánica.

Pero era demasiado tarde. En alguna parte, suspirando, una bomba se
encogió y se detuvo. La lluvia dejó de caen La reserva del tanque de agua
que durante muchos días tranquilos había llenado bañeras y había limpiado
platos estaba agotada.

El fuego crepitó escaleras arriba. En las habitaciones altas se nutrió de
Picassos y de Matisses, como de golosinas, asando y consumiendo las carnes
aceitosas y encrespando tiernamente los lienzos en negras virutas.

Después el fuego se tendió en las camas, se asomó a las ventanas y cambió
el color de las cortinas.

De pronto, refuerzos.

De los escotillones del desván salieron unas ciegas caras de robot y de
las bocas de grifo brotó un líquido verde.

El fuego retrocedió como un elefante que ha tropezado con un serpiente
muerta. Y fueron veinte serpientes las que se deslizaron por el suelo,
matando el fuego con una venenosa, clara y fría espuma verde.

Pero el fuego era inteligente y mandó llamas fuera de la casa, y entrando
en el desván llegó hasta las bombas. ¡Una explosión! El cerebro del
desván, el director de las bombas, se deshizo sobre las vigas en esquirlas
de bronce.

El fuego entró en todos los armarios y palpó las ropas que colgaban allí.

La casa se estremeció, hueso de roble sobre hueso, y el esqueleto desnudo
se retorció en las llamas, revelando los alambres, los nervios, como si un
cirujano hubiera arrancado la piel para que las venas y los capilares
rojos se estremecieran en el aire abrasador. ¡Socorro, socorro! ¡Fuego!
¡Corred, corred! El calor rompió los espejos como hielos invernales,
tempranos y quebradizos. Y las voces gimieron: fuego, fuego, corred,
corred, como una trágica canción infantil; una docena de voces, altas y
bajas, como voces de niños que agonizaban en un bosque, solos, solos. Y
las voces fueron apagándose, mientras las envolturas de los alambres
estallaban como castañas calientes. Una, dos, tres, cuatro, cinco voces
murieron.

En el cuarto de los niños ardió la selva. Los leones azules rugieron, las
jirafas moradas escaparon dando saltos. Las panteras corrieron en
círculos, cambiando de color, y diez millones de animales huyeron ante el
fuego y desaparecieron en un lejano río humeante...

Murieron otras diez voces. Y en el último instante, bajo el alud de fuego,
otros coros indiferentes anunciaron la hora, tocaron música, segaron el
césped con una segadora automática, o movieron frenéticamente un paraguas,
dentro y fuera de la casa, ante la puerta que se cerraba y se abría con
violencia. Ocurrieron mil cosas, como cuando en una relojería todos los
relojes dan locamente la hora, uno tras otro, en una escena de maniática
confusión, aunque con cierta unidad; cantando y chillando los últimos
ratones de limpieza se lanzaron valientemente fuera de la casa
¡arrastrando las horribles cenizas! Y en la llameante biblioteca una voz
leyó un poema tras otro con una sublime despreocupación, hasta que se
quemaron todos los carretes de película, hasta que todos los alambres se
retorcieron y se destruyeron todos los circuitos.

El fuego hizo estallar la casa y la dejó caer, extendiendo unas faldas de
chispas y de humo.

En la cocina, un poco antes de la lluvia de fuego y madera, el horno
preparó unos desayunos de proporciones psicopáticas: diez docenas de
huevos, seis hogazas de tostadas, veinte docenas de lonjas de jamón, que
fueron devoradas por el fuego y encendieron otra vez el horno, que siseó
histéricamente.

El derrumbe. El altillo se derrumbó sobre la cocina y la sala. La sala
cayó al sótano, el sótano al subsótano. La congeladora, el sillón, las
cintas grabadoras, los circuitos y las camas se amontonaron muy abajo como
un desordenado túmulo de huesos.

Humo y silencio. Una gran cantidad de humo.

La aurora asomó débilmente por el este. Entre las ruinas se levantaba sólo
una pared. Dentro de la pared una última voz repetía y repetía, una y otra
vez, mientras el sol se elevaba sobre el montón de escombros humeantes:

-Hoy es cinco de agosto de dos mil veintiséis hoy es cinco de agosto de
dos mil veintiséis, hoy es...













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